Me bajo
del autobús en Berga (Barcelona) a las once y media de la mañana. A los cinco
minutos aparece Jordi, acompañado de una gran sonrisa y con una sorpresa
“quiero que conozcas a alguien”. Le sigo unos minutos por las calles del
pueblo, bonito de por sí y con la ayuda de un día precioso. Por lo visto, Jordi
conoce a todos los vecinos y muchos de ellos interrumpen sus recados de la
mañana del sábado para desearle un bon
día.
Uno de
estos vecinos es la mencionada sorpresa: Mohammad -con una sonrisa más que
capaz de competir con la de Jordi- accede a tomarse un café con nosotros, pero
advierte que igual se tiene que ir pronto. Mohammad vive en el albergue de
Berga desde que llegó hace unos meses de su Siria natal junto a su hermano.
Era estudiante de filología hispana y su nivel de castellano lo avala. Me cuenta
que perdió a un hermano al principio de la guerra. Me cuenta que otro está en
la cárcel –lo dice con cierto alivio, hasta hace poco no sabía nada de él. Y me
cuenta que el resto de su familia está aún en Damasco. Mohammad huyó junto a su
hermano Mahmoud de su país para evitar el servicio militar obligatorio. Pasó
por Estambul y el campo de refugiados de Idomeni (Grecia) hasta que le dieron
permiso para trasladarse a España -su primera opción.
Mohammad
recibe una llamada y nos deja entre prisas y disculpas. Pienso en por qué Jordi
me lo ha presentado.
Jordi
Gayet Pes es concejal en el ayuntamiento de Cercs, al lado de Berga. Su madre se
mudó a Barcelona en su juventud, venía de mi pueblo: Panticosa, en el pirineo
aragonés. He venido a hablar con Jordi de ella y su familia y de un enorme
problema que enfrenta aún nuestro país: la recuperación de la memoria
histórica.
En
noviembre de 1936, cuatro meses después de empezar la guerra, cinco civiles
panticutos fueron fusilados por las tropas nacionales en Jaca (Huesca). La
madre de Jordi, que entonces tenía siete años, aún recuerda cuando se llevaron
a Mariano y a Valero –hermano y cuñado de su padre respectivamente. Su padre,
el abuelo de Jordi, se exilió en Francia “supongo que porque sabía que el
siguiente era él”.
Nunca
volvió a vivir en Panticosa, al principio solo veía a su familia cuando cruzaba
la frontera de forma clandestina: “Venía, imagino que de noche, y se escondía
en un pajar. Al día siguiente se volvía a ir por la montaña. Estuvieron veinte
años sin saber casi nada de él. Incluso con la llegada de la democracia solo
volvió a Panticosa un par de veces o tres, aún recordaba todo lo que había
pasado. La verdad que cuando te haces mayor treinta años son un abrir y cerrar
de ojos…”.
La madre
de Jordi se fue con dieciocho años a Barcelona, donde tenían a “la tía
Vicenta”. Vicenta era la mujer de Valero Tornés, uno de los fusilados. “Valero
se quedó en el pueblo porque él no había hecho nada” le explicó a Jordi su
madre “solo hablar a favor de los obreros en el bar”. Los fusilados -por lo menos
los dos familiares de Jordi- eran anarquistas, pero Jordi insiste en recordar
que “eran civiles. Supongo que votarían, como cualquier demócrata, pero nunca
cogieron las armas. No eran de ningún bando”.
“¿Sabes
dónde está el ayuntamiento actual?” me pregunta.
“Sí,
claro”
“Pues en
el edificio de enfrente había unos calabozos, en el sótano. Estuvieron un
tiempo allí detenidos antes de que se los llevara un camión a Jaca. Los
calabozos tenían una ventana baja que daba a la calle y mi madre se acuerda de
ir allí a verlos.”
Cuando
se los llevaron a Jaca, Vicenta seguía visitándolos: “Por ser esposa y hermana
de anarquistas, a la tía Vicenta sé que la raparon al cero. También le hicieron
beber aceite de ricino”.
“¿Qué es
eso?” le pregunto, no tenía ni idea. El aceite de ricino se usaba –en el
contexto de la tortura- porque cuando se suministra en grandes dosis provoca
diarreas y vómitos violentos. “Y dudo que les dieran una cucharadita,
seguramente les hicieran tragarse un litro”. Respecto a la historia de Vicenta:
“mi fuente es mi madre, hasta allí lo que estuvieron dispuestos a contarle a
una niña de seis o siete años. Tenía dos hijos y los echó pa’delante, era una
mujer con una fuerza increíble. A pesar de todo, siempre sonreía.”
Jordi
empezó a buscar los restos hace ya varios años porque, como dice su madre,
alguien lo tenía que hacer. “Lo primero que encontré fue un nombre, el de
Mariano Pes Navarro” se le rompe un poco la voz. Se recupera rápido y me sigue
explicando: “así me animé a seguir investigando. Es difícil cuando vives tan
lejos”.
“A
través de internet llegué al Círculo Republicano de Jaca, les escribí. Conocí a un señor llamado Josechu que me ayudó muchísimo. Me
explicaron que en la fosa común hay más de 400 muertos y que al llegar a los
200 se cansaron de apuntar donde los enterraban, tienen que adivinar el sitio
según la fecha.” Gracias a esto, han sabido localizarlos en unos 20 metros
cuadrados.
Jordi
explica esto como si todavía no se lo creyera, calcula que han sido unos 10
años desde las primeras búsquedas hasta dar con información concreta y real de
lo que pasó. Se puso en contacto rápidamente con el Ayuntamiento de Panticosa. Quería
que se discutiera la posibilidad de devolver a los 5 a su pueblo y que se les
rindiera homenaje con una placa. Se llevó una primera respuesta positiva por
parte del alcalde, que rectificó al poco tiempo: “Podríamos hacer algo, pero tendría
que ser también para los del otro bando”.
“Jordi,
¿qué error piensas que está cometiendo el alcalde con esto?”
“Lo que
no entiende -o lo que no quiere entender
porque le da miedo que sus vecinos se le echen encima- es que no eran de ningún
bando. Eran civiles, no estaban en ningún frente. Los fusilaron por sus
opiniones. Piensa que remueve cosas que están olvidadas, pero no lo están”
“¿Pueden
olvidarse estas cosas?”
“No”
sentencia. “La gente mayor lo sabe”
Habiendo
crecido en el pueblo, esto me preocupa. Fue a través de Jordi que descubrí otra
historia de terror que ocurrió unos años más tarde y de la que nunca había oído
hablar:
“Has
mencionado otros dos nombres, panticutos los dos, Francisco Aznar y Julio Belío, que terminaron en Alemania…”
“Sí,
panticutos los dos. No sé de qué casa son, tengo muy poca información, pero
buscando una cosa encontré otra” Concretamente, descubrió que dos hombres
locales murieron en campos de concentración nazis en abril de 1945. Eran
refugiados en Francia y fueron entregados a las autoridades alemanas: un
destino común para unos 9000 exiliados republicanos, más de la mitad de ellos
vieron allí su final.
Fui al
colegio en Panticosa y, como en la mayoría de colegios del mundo, en algún
momento nos hablaron sobre las atrocidades del holocausto: “¿Cómo es posible
que yo haya crecido en el pueblo sin tener ni idea de que dos vecinos
estuvieran entre esas víctimas?”
“Es que
no se explica, no quieren hablarlo, es importante que se sepa que lo que pasó
en Europa también le pasó a gente de Panticosa”
Y es que
parece que hay una barrera invisible que impide que lleguen estas historias a
mi generación:
“¿Qué
respuesta te has encontrado por parte de la gente de Panticosa al hacer estas
preguntas?”
“Me
dicen que no remueva la mierda, que huele” y con esto creo que he encontrado la
barrera: “ni te ayudo, ni te dejo de ayudar, esta es la sensación que tengo. Me
dijeron que no se lo tuviera en cuenta, que es diferente vivir en el pueblo que
vivir fuera”.
“¿Estás
de acuerdo con eso, vivir fuera te ha dado otra perspectiva?”
“No sé,
no creo. Cuando veo una cosa injusta la denuncio, me importa un bledo lo demás”
“Pero
entonces, una persona que es víctima, como tu madre, ¿Por qué no quiere hablar
de esto?”
“Allí
tengo una teoría yo: en algunos sentidos la guerra civil no ha acabado, pienso
que sigue allí el miedo. El miedo es muy curioso, sobre todo cuando está la
muerte de por medio: mi abuelo estuvo veinte años sin volver a Panticosa.
Además, cuando íbamos a ver a mi abuelo a Francia ni se te ocurría hablar de
política, él no quería. Incluso en Francia tenía miedo. El franquismo fue capaz
de sembrar el miedo en la sociedad y eso aún está. Mi madre, cuando le he dicho
esta mañana que iba a hablar contigo, me ha dicho que tuviera cuidado con lo
que decía ‘a ver lo que explicas…’, después de 80 años y aún tiene miedo. No es
el miedo de una niña de siete años, es el miedo que le han inculcado. Eso es lo
que hizo el franquismo. Les ha llegado hasta el ADN, está muy dentro de las personas”
Jordi piensa
que el miedo es también el responsable de la decisión del alcalde: “es tan
fácil como que los cogemos, los enterramos en el pueblo y les ponemos una
placa. Lo que le pasa al alcalde es que le da miedo que los otros se le echen
encima. Si aún nos preocupa esto es que –en algún nivel- la guerra civil no ha
acabado”
Jordi Gayet Pes, al fondo el pueblo de Berga, en el prepirineo catalán
“¿Piensas
que esta es una mentalidad común en todo el estado?”
“Hay
muchos sitios como Panticosa, donde el que te denunció era el de la casa de
enfrente. El problema es que estos enfrentamientos trascienden. Los
protagonistas ya están muertos, pero eso sigue ahí. Aquí [en Berga] también se
oyen historias de casas que no se pueden ni ver”
Le
pregunto por Alemania. Allí la política de la memoria es muy clara, se estudia
y se denuncia hasta el último detalle para evitar que vuelva a ocurrir. Le
comento esto: “Viviendo en España a veces me da la sensación de que sabemos más
de la Alemania nazi que de la España franquista y no entiendo por qué”
“A la
Alemania nazi la derrotaron y les juzgaron. Aquí todavía no ha pasado esto, el
relato sigue siendo de los vencedores. Vuelvo a lo de antes, hasta que no se
juzgue, la guerra seguirá estando allí. Como no se ha juzgado todo lo que pasó
aquí pues seguimos en silencio, seguimos en manos de los vencedores porque aún
no hemos cambiado ese discurso”
“¿Piensas
que la transición debería haber sido ese ejercicio?”
“Quizá,
pero no les culpo, de nuevo el problema es el miedo. Se temía otro golpe
militar, que los que estaban bien puestos en el antiguo régimen se levantaran
para conservar su estatus. Realmente los entiendo porque había ese peligro y
esto se llegó incluso a materializar con el golpe de Tejero. Entonces entiendo
que se tragaran muchas cosas en pos de que no volviera a pasar: es mejor ganar
un poco que no ganar nada. Lo que no entiendo es que cuarenta años más tarde
aún estemos igual, el estado no está sabiendo pasar página y reconocer las
cosas. Aquí pasó una brutalidad de la que no sabemos la mísera mitad”
Pienso
en el futuro y me doy cuenta de por qué Jordi me ha presentado a Mohammad:
¿Cuántos años de miedo les queda allí? ¿Cuánto tiempo hasta que cicatricen esa
heridas? Jordi lo ha dicho antes “el mundo es muy pequeño”. Y tanto, los que
ayer se refugiaban hoy acogen. El mismo miedo que Jordi describe viaja sin
fronteras. Nos es común a todos y nunca sabes cuándo te volverá a tocar. Es
aquí donde más nos importa la memoria, la misma que guarda las valiosas
lecciones del pasado.
Jordi lo
pregunta en alto: “¿Hemos aprendido algo?”
Es cierto, el silencio y ¿el miedo?lo ha cubierto todo como una losa difícil de mover.Un artículo valiente.Esta historia la conocí hace poco a través de lo que Jordi Gayet había publicado y alguien me lo contó. Muy bien por difundirlo
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